Hacía años que no estaba en la feria de verdad. Esa en la que todo son luces, algodón de azúcar y colores, tómbolas muy ruidosas en las que conseguir un perrito piloto (o una lavadora), casetas de tiro, churrerías con su iluminación imposible, y las canciones del verano sin parar de sonar aderezadas con algún DJ de turno que no cesa en su empeño de hacernos bailar.
Pero lo mejor de la feria son todos esos "
cacharritos" o atracciones ambulantes que durante una semana se disponen generando una ciudad paralela. Cada cual tiene su sitio, y (más o menos) espontáneamente, se genera esta configuración que cuenta con hitos imprescindibles como son la puerta del ferial, y la noria, desde las que divisar y ser divisados; el tamaño de la misma determinará el empaque de la feria en cuestión, a más grande más poder, no todas las norias son iguales...
Tampoco todas las viviendas de los feriantes son iguales, algunas son coquetas y condensadas en unos pocos metros donde muebles, cacerolas y turrones conviven. Durante toda mi infancia quise ser turronera para vivir en una de esas casitas tan plegables. Otras, sin embargo, (éstas no las recordaba yo de mi época infantil) cuentan hasta con apliques dorados que decoran las rejas de sus hogares ambulantes.
Como toda ciudad que se precie, la feria cuenta con arrabales, donde cientos y cientos de adolescentes casi hacinados y arreglados como para ir de boda, bebían anoche al son de las músicas de sus coches. Mucho glamour. Yo también fui como esas niñas que, seguro, habían pasado horas arreglándose para lucir así de estupendas y aguantar estoicamente unos tacones matadores en una zona sin asfaltar, así pues ¡un olé por ellas!
Viva la feria de toda la vida.